jueves, 29 de marzo de 2007

Mystery Train

Respiro vacío. Siento lejanía en las personas que me rodean. Algunas parejas, algunos grupos de amigos, varias palomas. Diferentes mundos que no se tocan. No hay unidad. Todos ellos parecen formar varias películas simultáneas en las cuales los personajes de uno son los extras del resto, o quizás, con una buena edición, seríamos una película análoga a Mystery Train de Jim Jarmusch, en la cual varias historias compartían el tiempo y el espacio pero no sus personajes. Pero como nosotros somos uno de esos mundos, la idea anterior no pasa de eso, una fría intelectualización que nos otorga una ingenua y fugaz satisfacción pero luego volvemos al dolor de la distancia, a la amargura de la incomunicación.

Un movimiento incrementado en las figuras difusas que se cuelan sobre el papel convoca nuestra atención. Un grupo de turistas, cual cometa, pasan por nuestro conjunto de mundos, sacan fotos, hacen comentarios en lenguas ignotas, pasan por mi mundo, y por otros, pero su vista se fija en las lejanas estrellas. Eligen cuales de estas fotografiar y con cuales completar la foto de su mundo con nuestras estrellas. Su mundo si. Luego de observarlos se advierte que el cometa se ha disgregado en numerosos mundos, iguales a los nuestros, repitiendo nuestra distancia, nuestra soledad, nuestra incomunicación.

Siguen recorriendo nuestra plaza, siguen eligiendo fondos de estrellas, y de repente lo inesperado, dos mundos se comunican, surgen esperanzas, quizás las cosas cambien, quizás solo sea cuestión de tiempo, pero no, no hay milagro, la imposibilidad de ser fotógrafo y fotografiado provocó el contacto, el cual duró el tiempo de la exposición de la fotografía más los correctos y protocolares pedido y agradecimiento.

Esta vergonzosa chispa de comunicación se repitió algunas veces, y luego de un tiempo, estos mundos, congregándose nuevamente en cometa, desaparecieron. Ninguna de sus fotos nos incluyó. Admiraron nuestro paisaje, el arco de agua, detrás de ella la fantasmagórica silueta de nuestra ciudad bajo el velo de una leve bruma y el sol rasante, y en el medio, como un hueco en el agua, una simpática e inútil isla apenas pobladas por algunas palmeras. Observaron el extraño monumento y los diversos árboles del jardín circundante. Nosotros, esta nada singular colección de mundos, no fuimos de su interés. Es lógico. Habemos colecciones similares en donde ellos viven, y además, de cierta manera, todos somos mundos iguales, o creemos serlo, y con eso basta.

Algunos mundos ya no están, otros quedan y llegaron nuevos. En ciertas ocasiones el viento nos trae algo de sus conversaciones, en otras es una exclamación, o una carcajada, la que dirige nuestra mirada hacia ellos, incluso algún gesto aparatoso concretiza nuestras abstractas miradas reflexivas. Luego, un preciso radar detecta la atención y se genera tensión entre estos mundos, la misma se mantiene unos segundos y, previniendo posibles conflictos, evaluamos la posición del sol, vemos distintas formas en las sombras de los adornos de la plaza, seguimos el vuelo de un pájaro, disfrutamos su canto, admiramos la resplandeciente franja y el degradé del aro, provocado por el sol en el mar y cielo respectivamente. Así nos vamos embriagando en la contemplación del entorno, en sus infinitos detalles, en su constante dinámica, y en ese entorno se diluye el mundo que pidió nuestra mirada y luego la cuestionó, se diluyen también los cercanos mundos al valuarlos igual que las lejanas pinceladas del escenario, y se diluye también la sensación de soledad. En ese momento todo está en su lugar, el universo es una perfecta realización artística, cuyos integrantes existen o no lo hacen, aparecen y desaparecen, recorren la obra, y adquieren la forma y el color que agrada más a nuestros sentidos.

Secuencias de sensaciones acaparan fugazmente nuestra atención. El sol coloreando las nubes, violentos rojos alternándose con intensos amarillos sobre un fondo que imperceptiblemente muta de un reluciente naranja, pasando por infinidad de rosas, lilas, violetas, a un apagado azul en el opuesto de la bóveda celeste. Las piedras del piso muestran orgullosas su extensa sombra y le dan al tosco pedregullo un instante de belleza. Una banda de elegantes pájaros surca la obra en forma precisa, otorgando a la misma el movimiento necesario, y al cielo el contraste preciso, como siluetas negras en el encendido poniente y como brillantes tonos en el opuesto casi nocturno. El sol tibio en la piel. Las palomas, en conjunto o en solitario, realizando graciosos vuelos a nuestro alrededor. Nuevamente el sol, ahora apenas perceptible tras un muro de nubes en el horizonte, ingeniosamente, por encima de ellas, ruboriza a otras, que aisladas, surcan mansamente el cenit, y con esa visión comenzamos a sentir que cesaron las tibias caricias en nuestra piel, y que las ventiscas, antes placenteras, abren una grieta en el hechizo. Los colores oscurecen, el contraste decae, el brillo se pierde, los mundos se alejan, el movimiento se aplaca, el sonido se silencia, la temperatura baja, el placer desaparece.

Cuando nos disponemos a partir, una paloma cruza curiosa frente a nuestros pies, se detiene, vuelve, no precisamente por sus pasos, nos observa con un ojo, continua unos pasos, nos mira con el otro, y luego de unos segundos contemplándonos mutuamente, se retira, quizás lamentándose como yo, que no haya entre nosotros un lenguaje común.

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Un abrazo,
Diego

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Diego