La fuga
La música, grotesca y torpe, inunda el tosco recinto. Las contadas luces, alternan colores y sombras en las siluetas danzantes. Y el vaso, colgando de mis dedos, brinda la excusa para prolongar la agonía.
Amigos y desconocidos dan vida a las sombras, le dan un rostro, distintos gestos, y variados estilos, mientras todos, a su manera, siguen el insulso ritmo. Camino desganado entre fantasmas y maniquíes, busco la botella, lleno mi vaso, retengo el trago en mi boca, respiro su sabor unos instantes, para finalmente, dejarlo fundir en mi garganta. Siguen bailando. Sonrisas, miradas cómplices, y posturas falsas, salpican este diminuto sector de tiempo y espacio, cuando movimiento e iluminación se combinan, y extraen fugaces fotogramas de la oscura masa danzante. De la penosa banda sonora, solo su componente rítmico me da un mínimo danzar, perceptible únicamente en el desplazamiento del fluido que adorna mi vaso, el resto, la melodía, y los arreglos, cuando existen, no logran atravesar, ni los filtros más laxos de mi mente.
Salgo, vuelvo a entrar. Las imágenes se repiten, se entreveran, se funden. La música, pierde su carácter sonoro, se vuelve materia, y se impregna a la mixtura humana. Los reflectores desaparecen, sus haces de luz también, pero su función se observa en el caos cromático del bloque bailante. Luego, hacia ese amorfo cubo fluye todo el local, con sus mesas y sillas, con sus vasos y botellas, y se escapa hacía él, hasta el sabor de mi bebida, y, cuando todo penetró en ese lejano objeto, me observo, del otro lado del lente, filmando una triste película.
Un vaso quedó servido, un abrigo desapareció de una mesa, y un auto, despertó prematuramente de su siesta, y se fundió en el tráfico nocturno.