jueves, 29 de marzo de 2007

Caminos

Estamos libres. Estábamos atados. Ahora, estamos libres. La misma fibrosa cuerda nos inmovilizaba. Sus retorcidos filamentos se enroscaban para darle firmeza, y el lastimar de su áspera superficie nos acostumbró a no luchar contra ella. Con el tiempo nos acostumbramos a su existencia, y hasta que pareció fundirse en nosotros. Allí estuvo, camuflada, callada, inmovilizándonos, deteniéndonos, frenando nuestras intenciones, silenciosamente limitando nuestras vidas, reduciéndolas a un mínimo, a un respirar y poco más.

Hoy encontré el extremo deshilachado de una cuerda. Sus sueltos filamentos se apretaban en un nudo. El nudo residía incrustado, casi dentro de mi pierna a la altura del tobillo. No recordaba haberme hecho ningún torniquete, ni tenía ninguna razón para hacerlo. Era muy extraño, pero más extraño era que la cuerda seguía, seguía hacia mi otro tobillo, daba vuelta en él, y volvía al tobillo derecho, y no solo eso, repetía esto un centímetro más arriba, y en el siguiente, y en el otro, y seguían apareciendo apretados lazos una y otra vez, hasta que alcanzaron mis manos, y ellas, junto con mis brazos, quedaron pegadas a mi torso, y los lazos siguieron hasta mi cabeza, hasta verme como una intermitente momia, bajo la fibrosa cuerda. Aunque en pánico, mis movimientos eran mínimos, la cuerda no cedía y sus fibras laceraban mi piel, mientras forcejeaba estérilmente con la repentina cuerda, unos quejidos se mezclaron con los míos. Allí vi, que la cuerda, luego de dar vueltas en mí, se entreveraba en los lazos, y salía tensa, perpendicular a mi persona, y luego estabas tu, repitiendo mis ataduras, el intercalado en los lazos, los lazos de los hombros a los tobillos, el nudo en el derecho y la punta desflecada.

El cuadro era absurdo. Absurdo, aunque se sentía familiar. Era terrible, aunque se sentía confortable. Era opresivo, aunque se sentía cómodo. De todas formas, la visión de la cuerda sofocándonos era repulsiva, y más repulsiva aún, era la sensación de confort bajo ese estado. Junto con ese pensamiento, un enorme cerebro, irradiando una extrañamente cálida luz azulada, residía sobre nuestras cabezas. Mi admiración por ese ser crecía, y crecía también mi desprecio por la cuerda. Sentía ambos sentimientos arrobándome y torturándome respectivamente, ambos llenándome, transformando todo mi ser en uno o el otro, pero no ambos simultáneamente. En ese momento vi la cuerda extendida frente a mí, y a mí y a ti en cada extremo de la misma. Y también vi la cuerda saliendo de mí, a ti en el otro extremo y a mí con una tijera de podar en el medio. Me vi a mí cortar la cuerda en su punto medio, y cortar todos mis lados, dejando un tendal de trocitos de cuerdas. Miré mi cuerpo, profundas lesiones lo franjeaban. Levanté mi cabeza, y mis manos irradiaban azul. Borré mis heridas con su luz y me acordé de ti. Tomé la tijera con mis incandescentes manos, y te liberé. Pasé mis manos sobre tus heridas, y te sané.

Cual moribundas culebras de paja, los dispersos restos de la derrotada cuerda, cubrían cierta porción de suelo a nuestro alrededor. Decidí apilarlos para quemarlos, pero cuando terminaba de hacerlo, el gran cerebro cautivó mi ser, y me elevé. Flotando, ascendí, plácidamente, hasta trascender las nubes, y ahí quedé flotando. Consideré necesario elevar el cadáver fragmentado de la cuerda y ascendió. Se transformó en una pirámide, luego muto en elefante, después en víbora, y finalmente en una singular nube esférica de matices de gris oscuro, casi negra. Luego intenté traerte, algo me lo impedía, tu imagen no ascendía, y lo que es peor tu imagen no aparecía en mi memoria. Pasó algún tiempo y no aparecías, no aparecías. Se apareció una imagen angelical, y desapareció inmediatamente, y tú no aparecías. Busque serenidad. Ascendiste desde donde te encontrabas, levitando en posición de loto. No me miraste, meditabas, profundamente.

Ascendimos aún más, tu, yo, y la esfera oscura, y todos nos fuimos encendiendo en luz, ambos quedamos luminiscentes y la esfera se aclaró. En ese instante, el azul cerebro dirigió un rayo hacia la nebulosa esfera. Esta explotó, y dejó una débil llama suspendida en el aire, que fue consumiéndose lentamente hasta desaparecer sin dejar nada. Nos miramos flotando libremente en la máxima altura. Finalmente nada limitaba nuestros movimientos, nada obstaculizaba nuestros caminos, no quedaba nada, ni las heridas del bloqueo, ni los restos de su derrota, nada, solo nosotros, el resplandeciente cerebro, y dos puertas.

Nos seguíamos mirando serenamente cuando te agradecí lo que me habías dado, y cuando tú me devolviste el agradecimiento, y continuábamos mirándonos cuando me deseaste suerte en mi camino y también cuando yo te desee lo mismo.

Crucé la puerta, etéreos pasadizos le seguían. No había decoración alguna en ellos, sus aristas los delimitaban, y ellas eran su única parte visible, no eran de piedra, ni de cerco, no eran sólidos, ni gaseosos, simplemente no se podían ver, ni atravesarlos con la mirada. La mínima representación de un camino, solo su estructura, sin partes bellas ni desagradables, sin sectores duros ni placenteros, tampoco bifurcaciones, solo camino. Tampoco techo, y sobre mi cabeza, constantemente, el agradable cerebro azul. Lo mire, lo admiré, y me vi, me vi transitando mi camino, y me vi mirando hacia arriba, mirando justo al lugar desde donde me miraba, y ambos sintiéndonos ahora acompañados continuamos mi camino.

En algún momento de mi caminar, hubo una primera vez que te recordé, y miré hacia arriba, y me miré caminando, y te miré caminando, y ahí supe que alguna vez tu también habrías elevado tu mirado, y, con los ojos vidriosos, mire hacia el cielo, y saludé.

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Diego

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Diego