miércoles, 9 de mayo de 2007

La plaza (Capítulo 3 de 4: La Acción)

La inercia que me arrastró desde tiempos inmemorables cesó bruscamente, la fuerza que me empujó distancias inconmensurables desapareció como si nunca hubiese existido. Estas leyes naturales cayeron derogadas por algún extraño hechizo, y allí quedé yo, inmóvil, en silencio, entre los carnosos muros ahora estáticos.

Una gruesa grieta atravesaba la costrosa pared de mi izquierda, el flujo rojo aumentaba y disminuía a intervalos parejos y calmos, surcaba irregularmente la oscura placa cuyos diferentes matices revelaban múltiples cicatrizaciones. La sangre corría apresurada como torrente, en sus costas las plaquetas se aferraban, y se sostenían entre ellas, formaban redes, se solidificaban, y así funcionaban como la erosión, pero con el tiempo invertido.

El tiempo fue pasando lentamente, yo seguía en ese mismo lugar, en ese mágico lugar, a mí alrededor todo se transformaba de forma sutil, muy lentamente, aunque en forma constante, y yo contemplaba fascinado cada movimiento, cada cambio, cada transformación. Contemplé como la sanguínea grieta fue perdiendo caudal, como pasó a ser visible sólo en los instantes de máxima presión, como se fue cortando su recorrido en algunos sectores, y como desapareció completamente en un desierto bordeau de muertas plaquetas. Ví como rajaduras más pequeñas se desvanecieron previamente, y como las más profundas dieron larga lucha sucumbiendo como las otras. También ví hermosos tornasoles en la placa recién solidificada, y coloridos rayos partiendo caóticamente de su superficie, y mientras veía todo esto, el tiempo siguió pasando, quizás siglos, quizás segundos, y yo seguía contemplando, estático y extático, en profunda paz, y en completa atención.

El tiempo pasaba, y el espectáculo seguía, la sólida pared cicatrizada fue ondulándose, abombándose, y luego surgieron quebraduras en ella, se fueron dispersando por toda la sección que alcanzaba a ver, tanto en la placa a la izquierda, como la ubicada a la derecha, hasta que en esta última, a algunos pasos de mi, cayó el primer cascarón. En su hueco apareció la naciente piel, tersa, pareja, débil, casi translúcida, bella, distinta, y mientras esta nueva textura ganaba fuerza y consistencia, cientos de restos de plaquetas fueron desprendiéndose una tras otra, tapizando los bordes del camino, y también, mientras todo esto pasaba, porciones de mi estructura de poste se desplomaban, volvía a ver en mi características de humano, y siguió pasando el tiempo, milenios o minutos, nunca sabré, y cuando el último cascarón abandonó la pared, quedé contemplando una hermosa piel morena a mi derecha, muy cerca de mí, extendiéndose luego hasta el infinito, perdiendo gradualmente detalle, fusionándose en la oscura lejanía con su par, ganando esta última definición mientras acercaba mi atención a zonas más cercanas, para finalmente encontrar un hogar para que mi inquieto contemplar residiera un buen tiempo.

Recorrí esa bella superficie próxima a mí, su cálido aspecto y sugerente presencia, su homogéneo color, apenas matizado por el sol incidiendo con distinta intensidad en sus mínimas irregularidades, y reflejándose en los delicados bellos áureos que surgen de ellas. En ese estado delicioso estuve cierto tiempo, y habiendo contemplado hasta sus características microscópicas, imaginé su textura, la imaginé suave, dulce, tierna, produciendo millones de sutiles explosiones al acariciarla. Imaginé vívidamente esa textura, construí tan minuciosamente esa sensación, que me parecía sentirla en cada porción de mi piel, piel ahora despierta, luego de haberse liberado de cada trozo del áspero cemento, y de cada estructura de frío acero que la cubría.

Gozaba plenamente esta sensación, y disfrutaba aún más, cuando encontraba un nuevo condimento para ella, uno que la hiciera más sabrosa, y de esa manera continué mi labor culinaria, haciendo la sensación cada vez más compleja, más elaborada, más llena de sabores, … , más difícil de sentir, seguía agregando condimentos, pero los cambios eran mínimos. La mezcla de sabores producía sensaciones encontradas, sensaciones que no se adherían al cuerpo, que luchaban entre sí, que confundían, que entreveraban. Recordaba que la sensación me había llenado de placer tiempo atrás, pero nada quedaba del mismo.

El caldero ya estaba repleto de condimentos y la sensación no volvía. Recorría desesperado los estantes de las especias buscando algo nuevo, pero era inútil, ya los había probado todos, ya los había combinado en todas las maneras posibles, ya había pasado por todas las temperaturas el caldero, ya había seguido todas las fórmulas. Exhausto, derrotado, destruido, cesé mi esfuerzo por buscar soluciones, dejé de luchar, y liberé los músculos. Mi cabeza cayó vencida, solo mis pies quedaron en mi acotada visión, la débil piel del empeine, su culminación en tontos dedos, y a su alrededor, la hermosa piel morena, aún más suave, aún más dulce, aún más tierna que como imaginaba sentirla, produciendo mayor cantidad de sutiles explosiones que las que esperaba, mientras variaba mi presión de contacto, alternadamente, entre las puntas de los dedos, los metatarsos, y el talón, y al mismo tiempo, entre las secciones internas y externas de ambos pies. Completamente sumergido en esa novel experiencia, balanceándome cada vez más, buscando experimentar de todas formas posibles el delicioso contacto, el balanceo se fue haciendo más marcado, y en un momento, surgió desde quién sabe donde, el miedo, miedo a perder el equilibrio, miedo a caer, pero afortunadamente no apareció a tiempo, uno de los balanceos fue lo suficientemente violento para no tener retorno, y en ese instante, avancé mi pierna y caminé, no me llevó el camino ni permanecí estático, di un paso, caminé.

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